Durante los próximos días, Cali se vestirá de marimba y currulao para recibir a miles de personas en el Festival Petronio Álvarez, la vitrina cultural del Pacífico colombiano, un evento, que según cifras de la alcaldía, generó más de 60.000 millones de pesos en su última edición, atrayendo a más de 600.000 asistentes.

Sin embargo, su creciente éxito ha traído consigo críticas sobre una comercialización y privatización que, según los críticos, estaría excluyendo a talentos locales en favor de una visión más comercial, afectando a artistas y comunidades que son el corazón de esta tradición. También hay señalamientos acerca de quienes administran el festival, no siempre comprenden a fondo la cultura del Pacífico, lo que ha llevado a decisiones descontextualizadas.

Con 52 agrupaciones en competencia y 17 artistas invitados, la Secretaría de Cultura de Cali ha destacado que se trata de un año récord en participación. Además de la música, más de 170 portadores de tradición exhibirán sus saberes en cocina, moda, estética y artesanías, reafirmando la visión del festival como un espacio para dignificar las raíces afrocolombianas.

Pero detrás del brillo de las cifras y el entusiasmo oficial, la crítica creciente pone en tela de juicio si el festival sigue siendo un espacio para la cultura, o si se ha convertido en un negocio que beneficia a pocos. Esto junto al riesgo de que cambie el rumbo del festival y se reduzca la participación directa de los protagonistas de la cultura del Pacífico.

Críticas que oscurecen la fiesta

A pesar del éxito mediático y económico, una profunda tensión atraviesa el festival. Voces críticas, que se han hecho eco en columnas de opinión y análisis en los últimos años, señalan que el evento ha pasado de ser una plataforma cultural a una gran «vitrina» comercial donde los saberes ancestrales se ajustan a las lógicas del mercado y el consumo. Este proceso, descrito como extractivismo cultural, sugiere que mientras la cultura del Pacífico se exhibe para el mundo, los beneficios económicos generados no retornan a las comunidades de origen, sino que se centralizan en la economía urbana de Cali, y el un pequeño sector.

La percepción de que el festival ha cambiado su espíritu comunitario e inclusivo, por un formato más grande y masivo, alejándose de la cercanía y espontaneidad de sus primeras ediciones en el Teatro Los Cristales, sumado a los señalamientos de favoritismo en los resultados de las competencias musicales, hacen que seguidores de este evento cuestionen en redes sociales su esencia original, como el espacio de encuentro cultural genuino para las comunidades del Pacífico.

Esta aparente mercantilización, que al parecer se ha concentrado en un grupo reducido de personas que lo han administrado durante varios años. ha llevado a una suerte de privatización de facto, en la que las oportunidades de participación se ven limitadas.

La polémica se intensifica al notar la ausencia de nombres que podrían, y muchos argumentan que deberían, estar en la tarima principal. Su exclusión, junto con la de otros referentes, ha sido señalada como un síntoma de un festival que se aleja de su naturaleza.

Agrupaciones del litoral y portadores de tradición, muchas de ellas que venían renovando las propuestas pacíficas y fomentando la inclusión de jóvenes, no fueron tenidas en cuenta, generando la pregunta de si la selección artística se guía por criterios que realmente benefician a la región o si obedece a otras lógicas.

Mientras las marimbas resuenen en Cali, la pregunta de si el festival sigue honrando a la gente del Pacífico, seguirá marcando el debate sobre su rumbo y su verdadera esencia.

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